lunes, 30 de noviembre de 2015

Digamos que me llamo Nicolás. Y digamos que el lugar donde nací —que podría llamarse Santa María, Comala o Macondo— se llama Molinos. Había molinos, los veía cuando era chico. Incluso ahora, tantos años después, cuando visito el barrio y salgo a dar una vuelta por el campo, es posible ver alguno. Y me gusta el nombre Molinos. Así se llamaba una empresa en la que trabajó mi papá cuando era joven. El nombre era más largo, pero en mi casa siempre la llamaron así. También trabajaron allí algunos tíos míos, por parte de mi mamá. Pero no tengo ganas de ponerme a describir a mi familia. Al menos no por ahora. Esto apunta a ser una especie de diario, pero no un diario íntimo, sino público. Mi psicóloga me lo recomendó que lo escriba. Dice que tengo muchas cosas para decir, mucho para contar, y que la terapia tradicional recomendaba escribir un diario íntimo, pero que ella cree que en los tiempos en que vivimos, con el acceso a internet y las redes sociales y todo eso, es mejor escribir en un espacio abierto a los demás. Me aconsejó, eso sí, que lo altere los nombres y otros datos, para salvaguardar mi intimidad. De todos modos, si algún conocido lee lo que voy a escribir (si es que escribo lo que creo que voy a escribir) se va a dar cuenta de quién soy. Y, obviamente, se va a dar cuenta de si hablo de él o de ella. Porque hablaré de otras personas, será inevitable. Pero de todos modos, el principal objetivo es hablar de mí. De las cosas que hago, las cosas que pienso, las cosas que me pasan. No sé si es muy interesante, pero es lo que hay.

¿Cómo empiezo?, le pregunté a mi psicóloga, que digamos que se llama Susana. Me dijo: por lo que quieras, sentite libre, no te limites, nada más escribí lo que te dé la gana, del modo que te dé la gana. No se me ocurre, le dije. Entonces me dijo: hacé una cosa, empezá presentándote y diciéndote qué es lo que escribís y por qué lo hacés. Esto último ya lo hice. De lo primero, sólo dije que nací en un lugar al que llamaremos Molinos. Eso, mi nacimiento, ocurrió hace veintitantos años, un viernes lluvioso, a las ocho menos veinte de la noche. La tuve a mi mamá todo el día de trabajo de parto, hasta que por fin decidí nacer. Por esto me dicen que siempre fui hinchapelotas. Y al hecho de que ese día haya sido lluvioso atribuían, cuando era chico, el hecho de fuera llorón. Porque parece que era medio llorón. Hoy diría que soy sensible. Suena mejor. Los hombres también lloran, pero mejor hacerlo cuando es necesario. Es situaciones muy tristes o cuando ves una película triste, como La vida es bella o como El campeón, esa que daban cuando éramos chicos y que algunos dicen que es la película más triste de la historia. Quién sabe.

Susana me recomendó que no escriba mucho de un tirón. Que escribir es como comer, dijo: mejor no darse atracones, sino quedarse un poco de hambre para disfrutar más de la siguiente comida. Entonces le pregunté cuánto le parecía que no era mucho. Me dijo que no sabía, que eso dependía de mí. Como le insistí, me dijo: escribí 500 palabras por día. No tenía idea de cuánto eran 500 palabras. Y al terminar el párrafo anterior me di cuenta de que ya las había pasado: llevaba 506. No son muchas. Pero voy a hacerle caso, me quedaré con “hambre de escribir”. Seguiré mañana.


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